sábado, 20 de agosto de 2011

Las JMJ y la confesión

Benedicto XVI nos invita en su discurso acercarnos a Jesucristo, uno de los pasos que recomienda es por medio de la reconciliación con Él.

Desde que era pequeñito he escuchado hablar fatal siempre de la confesión...los argumentos, no muy variados se vienen repitiendo mucho tiempo: desde un "¿y para qué confesarse si yo rezo directamente a Dios?" a un "esto es un medio de control de los curas sobre los cristianos" pasando por un razonamiento letal para nuestra sociedad que es "no tienes nada de lo que arrepentirte".

Empecemos por el final, Benedicto XVI nos recuerda que es el pecado el que nos aleja del amor de Dios porque endurece nuestro corazón; por tanto, no se trata de algo baladí. Pecamos, y pecamos mucho. La diferencia está en que el pecado no es una marca para diferenciar a buenos de malos -como algunos pretender hacer ver-, ni se trata de una lista de cosas a declarar ante la policía -figura que se ha usado mucho para hablar de la Iglesia-.

Yo también he preguntado mucho "¿y es pecado esto o aquello?" y siempre me ayudó la contrapregunta que me hacía examinar mi corazón. Por eso, eliminar desde pequeños las referencias a lo que está bien y a lo que está mal es crear monstruos como los que se han dejado ver en Inglaterra en las revueltas o por los alborotadores de la Puerta del Sol ante "provocadores armados con un rosario".

Ahora bien, sinceramente cada uno para consigo mismo en su fuero interno, exáminemonos del amor. ¿Tengo rencor hacia alguien? ¿Discuto con alguien, le hago sentirse mal? ¿Falto al respeto a alguien? Hay otras que son peores ¿he matado a alguien? -aquí entra el aborto, mal que le pese a muchos que quieren quitar toda referencia de bondad o maldad en esta decisión-. ¿Me he apropiado indebidamente de algo? -hay mucha estafa que su autor justifica, simplemente, "porque no le dijeron nada" o peor, funcionarios públicos que se llevan fondos públicos porque se sienten mal pagados, esto es peor, porque justifican un mal con otro mayor-.
Y pasado el examen de conciencia, ¿me duele haberlo hecho? Si no me duele nada, debería salir una alerta roja de corazón a punto de necrosar. Si me duele, debo hacer lo posible porque el dolor remita.

La sociedad actual nos invita a una especie de autocuración, bien mirando para otro lado, bien con el autoconvencimiento de que no duele -como si hacerse más fuertes a esto nos hiciera mejores personas en lugar de gente insensible y fría-.

Sin embargo, la Iglesia Católica nos da la oportunidad de obtener el perdón. ¿Y por qué con un cura y no directamente con Dios? Bueno, aquí últimamente he llegado a la siguiente manera de razonarlo:

Si yo me comporto con alguien que amo de tal manera que se siente mal -una discusión, una recriminación por ejemplo-, necesito volver a estar bien con la persona que quiero, no vale con que, internamente, me diga que ha estado mal y que no lo volveré a repetir. Necesito verbalizarlo, y necesito decírselo a esa persona, pero no solo eso, necesito que esa persona me perdone, necesito escucharlo, otra cosa, puede ser cerrar en falso la herida que se abrió.

Pues con Dios me pasa lo mismo, y Dios, en la persona de Jesucristo, conocedor del alma y la persona, vio necesario tanto la oración personal como el sacramento de la penitencia, y por ello designó a sus ministros. Y esos ministros, en estos días en Madrid, están por todos lados, deseando de atendernos.

Aquí aplicaría la parábola de la oveja perdida frente a las 99 del rebaño. Un sacerdote se alegra de que todos nos reconciliemos pero un poquito más por aquel que haya pasado mucho tiempo perdido y se vuelva a acercar.

Ojo, para las mentes que se quedaron hace dos décadas, esto no se tasa en padrenuestros y avemarías. Si me confieso de que he hecho daño a alguien, el sacerdote me pedirá que le pida perdón a esa persona, seguramente me aconsejará de cómo hacerlo y sobre todo, cómo comportarme para no repetirlo y por último, y no menos importante, me administrará la absolución.


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